Sunday, November 05, 2006

EL TIGRE DE PLATA

Llegué al pueblo un domingo a la tarde, el silencio, en contraste con el ruido de la ciudad, era abrumador.Ya me lo había advertido el veterinario Petersen, oriundo de este apacible pueblo, cuando me contó lo mucho que lo irritaba la falta de ruido, siendo uno de los causales que lo determinaron a partir a la gran ciudad. Curioso el actuar de Petersen, este proceso se repite entre los seres humanos, mayormente a la inversa, es decir, personas que cansadas del ruido se trasladan a lugares donde predomina el silencio.Bajé del ómnibus acompañado de una anciana de ascendencia alemana, que venía de hacerse chequeos en el hospital de la ciudad, la dama no terminó el gran monólogo hasta que nos despedimos, entre los variados temas surgió para mi sorpresa la filosofía, ahí expuso de manera brillante y con admiración el pensamiento de Schopenhauer, lo cual me alivianó el tedio.La vereda de la entrada a la terminal se limitaba a un metro y medio de polvo de ladrillo, que la separaba de una amplia calle de tierra. La calle se abría camino en línea recta, en bajada, permitiendo ver hacia los costados, como un cuadro, la geografía edilicia del pequeño pueblo, además de la gran cantidad de pinos plantados en hilera, a un lado y otro de la calle (que parecía ser la única) con total precisión.El trabajo que me encomendaron en el diario se limitaba a escribir una crónica del lugar, entrevistar a un vecino ilustre o anciano y sacar alguna foto que acompañe la nota.Saqué la cámara y tomé una foto de lo que se veía desde la entrada de la terminal.Me hice camino por la larga calle.En las primeras dos cuadras, de un lado y otro, se concentran los comercios del pequeño pueblo, el almacén, el bar, la estación de servicio, la tienda de ropa, la comisaría, la delegación municipal y la iglesia. Plaza no hay. Más allá, se veían las bajas casas, con sus pinos a los costados, que poblaban el paisaje.El calor era agobiante, lo primero que hice fue ir al bar. La fachada era de madera oscura, cual bar del lejano oeste. La puerta estaba abierta, adentro se encontraba, detrás del mostrador, el barman, en las altas banquetas estaban un joven y un viejo, que parecían ser padre e hijo.Saludé y los tres se mostraron un tanto hoscos, pero devolvieron el saludo. El joven y el viejo se despidieron.Pedí un agua bien fría mientras charlaba con el barman, un hombre de unos cuarenta años, calvo y con barba candado, con un rostro duro pero que exhibía una sonrisa irritante que no se apagaba nunca. Le conté el motivo de mi llegada al pueblo.-- Dónde se va a hospedar? —preguntó el barman.-- Eso le iba a preguntar yo­ ---contesté.-- Mucha gracia me da que no sepa de la falta de hoteles del pueblo, yo alquilo una pieza en el fondo, la entrada es por el costado, 10 pesos por noche, con baño incluido. La comida se paga aparte.Como no había otra opción, sin más preguntas ni examinar el lugar, aboné la primera noche.El barman me contó algunas cosas del pueblo, me dio un par de nombres e indicaciones de gente grande para ir a entrevistar. También me dijo que hable con su hermano, el delegado municipal.Pasé el resto de la tarde mirando Banfield-Lanús en el televisor del bar. Al terminar el partido, que ganó Banfield con un golazo de Garrafa Sánchez en la última jugada, ya era de noche.Coma algo ahora, dijo el barman, que luego esto es un hervidero de viejos bebiendo y jugando cartas.En efecto, luego de la comida, se produjo el hervidero. Caían de a dos o tres, riendo, al verme, las sonrisas se apagaban un poco, eran unos veinte, dos se presentaron, el resto pretendió ignorarme.Seguía viendo televisión, esta vez el programa fútbol de primera, comentando con el barman, como buen argentino conocedor de fútbol, los partidos de la fecha.En una pausa, tímidamente, alejándose de las mesas de ginebra y timba, se acercó a la barra un viejo, pidió whisky para dos y se presentó como Adolfo.Adolfo estaba casado con Rita, una bella señora que lo acompañó a todos lados, incluso a éste pueblo, al que llegaron con lo puesto alrededor del año 1950. Abrieron el almacén, que años después venderían al matrimonio de los Chitarrini, para dedicarse a la elaboración de alimentos típicos de la zona y su posterior venta en toda la provincia, negocio que les daba mucha plata.Vivían en una de las casonas que se encuentran alejadas del pueblo, del otro lado del cerro, como se dice por acá.El pueblo es un lugar apacible, en el que el tiempo parece haberse detenido, pero esconde, como todo pequeño pueblo, algún secreto abominable. El secreto se esconde para los forasteros, ya que entre los habitantes, tácitamente, el asunto se sabe. El simpático Adolfo rompió el código pueblerino.Reproduciré lo que me contó, mientras bajaba con notable destreza cada vaso de whisky Criadores que le servía el barman, que no prestaba atención a nuestra charla, demandado y distraído por el resto de la clientela.En su documento de identidad figuraba el nombre Pablo Petrovic. Se dice que el anciano es hijo de un matrimonio serbio, arribado al país a principios del pasado siglo y a este pueblo al promediar el siglo.Pablo Petrovic vivía solo en una casa quinta antigua del pueblo, del otro lado del cerro.Era moneda corriente por el lugar, la congregación de vecinos (en su mayoría niños) que se deleitaban ante las ocurrencias del anciano. Estas constaban principalmente en salir al jardín delantero de la casa vestido con uniforme de soldado, levantar la bandera de la ex Yugoslavia, que se alzaba majestuosa en el cielo sureño, en el primer crepúsculo del día y, en el último crepúsculo, bajar la bandera, doblarla prolijamente y enfilar en paso solemne hacia la casa.Sus salidas de la casa eran esporádicas, dos o tres veces por mes, se presume que para algún acontecimiento especial. Del resto se encargaba Flora, la mucama, a quien algunos juran haber visto vestida con el mismo uniforme que su patrón, cosa que ella desmiente.Es interesante lo que había dentro de la casa, en el cuarto del fondo. Una colección de armas de las más usadas en la segunda guerra mundial ocupaba la vitrina instalada en la pared de uno de los laterales internos del cuarto del fondo, en otra, fotos que reflejan el horror de la guerra, pero que parecían enorgullecer al señor Petrovic, junto a varios instrumentos de tortura. De la tercera pared colgaban medallas, trofeos y plaquetas, una de ellas, en alemán, rezaba: Al Tigre de Plata, de A.H., por colaborar en la causa. En la cuarta pared, la que enfrentaba a la puerta, había una gigantografía de Petrovic, cuyo vetusto rostro (que sonreía) exhibía unos dientes levemente afilados, la rodeaban numerosas fotos de cadáveres de niños, adultos y ancianos.Resultó ser que Petrovic había sido militar de alto rango en el ejército de la Yugoslavia de Tito, de gran tarea en la década del cuarenta. Había enloquecido gradualmente, ya nada le importaba, de ahí los episodios de exhibir la bandera a diario y de tratar a su empleada doméstica como soldado raso.El pueblo entero sabía que se trataba de un genocida, pero nadie lo denunció, se dice que alguien (sospecho que el propio Adolfo, por el tono en que dijo la palabra alguien) lo hizo entrar en razón, le aconsejó no exhibir más su bandera, ni salir en uniforme, esto provocaría que algún forastero lo denuncie. Así nunca fue descubierto.La causa de la protección de sus vecinos no procedía de la bondad ni otro sentimiento afín, sucede que el Tigre de Plata les pasaba a los vecinos más importantes del pueblo una buena cantidad de dinero por mes. Así, con el tiempo, se gestó el siniestro pacto mediante el cual, a cambio de dinero, cada familia del pequeño lugar debía guardar silencio.También se dice que sus dos o tres salidas por mes no eran para ejecutar diligencias en su beneficio, ni para visitar gente, mucho menos para ir a la iglesia, costumbre que practican otros colegas de Petrovic instalados en el país. Las salidas del Tigre de Plata eran para ajusticiar a aquellos gauchos de los campos cercanos que tuvieran la mala idea de robar o injuriar a los vecinos de las casas quintas lindantes a su propiedad, los enfrentaba a cuchillo y en el entrevero siempre resultaba ganador. Esa es otra de las razones por las que los vecinos lo amparaban, algunos ya no lo hacían por el pacto, sino por gratitud. Incluso los más viejos y hasta los tres policías que el Gobierno destinaba al lugar, intentaban, sin éxito, hablar con él, querían no solo que ajusticie a quien perjudique a la comunidad, querían también que haga tareas de prevención, que se anticipe a los hechos.Pero parece que era mucho pedir. El Tigre de Plata no los quería recibir, su placer no radicaba en prevenir, sino en ejecutar, en ajusticiar, y lo mejor, encontró el pueblo y la gente adecuada para satisfacer sus ansias criminales, que no desplegaba desde la guerra.A Pablo Petrovic no se lo ve hace tiempo por el pueblo, la casa fue encontrada hace unos veinte años, después del cambio de gobierno, abandonada, pero con todas las cosas adentro, alguien (Adolfo?) se encargó de limpiar los rastros que podían comprometer al genocida. Por lo bajo se comenta que se fue a otro país de Sudamérica, con seguridad a ejecutar un pacto similar que el que tenía con los habitantes de este pueblo del sur argentino.Mañana intentaré fotografiar la casa y escribiré la crónica, no sé si será de utilidad contar el secreto de Adolfo, carezco de pruebas.

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